sábado, 6 de agosto de 2011

Los estudiantes chilenos en lucha, BlackRock y el imperio mundial de las máquinas

Los chilenos están acostumbrados a que el suelo tiemble bajo sus pies. Saben bien que cuando esto sucede las causas finales están en una conmoción mucho más profunda. Algo hondo, una fricción entre placas tectónicas, el empuje de una contra otra, alcanza un punto de ruptura, la tensión se libera de golpe y las ondas sísmicas se propagan desde allí abajo hasta alcanzar la superficie con devastadora violencia.

La lucha que desde hace meses está llevando adelante el movimiento estudiantil chileno, no solo universitario, también de secundaria, es admirable y sorprendente, incita a una reflexión. Que el problema de la educación se siente como frustrante por muchos chilenos lo ha podido captar hasta un extranjero como yo viviendo en un rincón aislado de Chiloé. Ese amigo marino que se quedó sin trabajo como consecuencia de la crisis de las salmoneras y ha tenido que suspender los estudios de medicina de su hijo, “los reanudará en cuanto yo consiga algo de plata”, te dice con determinación y hasta con optimismo, porque es un luchador. O el presidente de una comunidad indígena apartada al que ves, junto con su mujer y su hija mayor, que esperaba ser becada para ir a la universidad, sumidos los tres en la decepción amarga de que no le han concedido la beca, y tú te das cuenta de que muchas esperanzas profundas se les acaban de ir por la borda. Muchas otras anécdotas que te indican lo prioritario que es para los chilenos el tema educativo.

Tanto lo es que ha levantado a la gente joven y la ha puesto en una lucha que tiene trazas de durar. Y quizá una reacción torpe de las autoridades en el uso de la violencia policial ha llevado a que no solo los jóvenes estudiantes estén en lucha: sus padres los apoyan y una mayoría de la sociedad chilena parece estar detrás de ellos. Algo profundo se está conmoviendo en Chile, la gente está diciendo “¡basta!” y uno percibe que esta protesta es más profunda y extensa de lo que inicialmente la disparó.

Pero no solo en Chile, en otras partes del mundo la juventud se conmueve y, lo que es muy significativo, arrastra tras ella al conjunto de la sociedad. Eso ha pasado, está pasando, en toda el África del Norte, desde que Mohamed Bou Azizi se quemó vivo en Túnez y los jóvenes de El Cairo tomaron la plaza de Tahrir. Está pasando en España, donde miles de jóvenes “indignados” con la situación política y económica tomaron las calles y plazas de todas las ciudades grandes para expresar su protesta. Va a pasar en más sitios, de eso estoy seguro.

En todos los casos se trata de movimientos noviolentos y no soportados por ninguna de las utopías ideológicas conocidas. Los jóvenes quieren que su mundo, el que va a ser suyo porque los espera en el futuro, sea mejor que el de sus padres. Siempre se ha querido así, en eso consiste el progreso humano. Mejor significa que sea un mundo más justo y seguro donde, sin necesidad de esfuerzos heroicos, se pueda ser razonablemente feliz. Y a mí me parece que la clave de lo que está empezando a pasar es que los jóvenes y con ellos el conjunto de la sociedad, empiezan a percibir que el mundo que se les echa encima no va a ser mejor, sino peor, más injusto e inseguro, que el que estamos viviendo ahora mismo.

¿Quién tiene la culpa de esto? Posiblemente nadie, ningún humano, tiene la culpa de lo que está pasando y puede pasar. Pero todos seremos culpables de que llegue a pasar, porque todavía podemos evitarlo. Además, siempre es todavía, siempre podremos tener la esperanza de que es posible cambiar el rumbo que lleva el mundo. En esto, los jóvenes nos están dando ejemplo a todos. Claro que eso precisamente es ser joven: no resignarse, no rendirse, aspirar a lo que parece imposible pero nunca lo es.

El mundo está cambiando, nunca dejó de cambiar, aunque en los últimos tiempos lo hace a un ritmo acelerado. Ese cambio es inevitable, pero en lo que se refiere a las dimensiones que están a nuestro alcance, nosotros los humanos podemos y debemos tratar de orientarlas en la buena dirección. ¿La buena? ¿Cuál es el criterio de bondad? Aquél que ofrezca a todos los que van a seguir viviendo en esta Tierra el mejor futuro posible. Un criterio, en definitiva, solidario.

Europa se debate en una crisis económica, que ya lo es también política y social, muy profunda. Los EEUU empiezan a caminar por esta vía, y terminará haciéndolo el resto del mundo. ¿Cuál es el problema? Intentaré expresar mi punto de vista usando como ejemplo a BlackRock.

BlackRock es una de las compañías de gestión de inversiones más grande del mundo. Tiene su sede en Wall Street y trabaja para clientes que quieren invertir su dinero en la forma más segura y rentable posible. En contraposición a otros actores de Wall Street, como Goldman Sachs o, hasta que quebró, Lehman Brothers, BlackRock no invierte su propio dinero, no especula, no desarrolla conflictos de interés con sus clientes como los que acabaron con Lehman y han estado a punto de llevar a Goldman al banquillo de los acusados porque rozaban, si no penetraban, la estafa. BlackRock se limita a prestar el mejor servicio posible a sus clientes y lo hace extraordinariamente bien. Tiene clientes en todo el mundo y su plantilla es de 9.000 empleados, de los que cerca de 2.000 trabajan en el que es el cerebro de BlackRock, el departamento de gestión de riesgos, donde se toman las decisiones de inversión. Allí no hay solo contables o economistas, también, quizá sobre todo, hay matemáticos, físicos e informáticos, con unas capacidades de desarrollar modelos y de computación de riesgos poderosísimas y muy sofisticadas. Dicen que no hay nadie en el mundo que maneje el análisis de riesgos de una inversión como es capaz de hacerlo BlackRock.

Quizá como consecuencia de estas habilidades, el volumen de activos, es decir, de dinero de sus clientes de todo el mundo invertido por BlackRock o en disposición de serlo,  es absolutamente fenomenal. Solamente el Producto Interior Bruto (PIB) de EEUU, China o Japón son mayores que el conjunto de activos gestionados por BlackRock. Cualquier otro país, empezando por Francia, Brasil, Gran Bretaña o Rusia, maneja una riqueza menor que la que maneja BlackRock.

Así que BlackRock representa muy bien eso que los media nos presentan hoy como “los mercados”. BlackRock, con sus escasos 9.000 empleados, así como otras pocas organizaciones similares, son los mercados. Toman decisiones de inversión o desinversión que pueden arruinar a Irlanda, España o Italia, amenazar gravemente la supervivencia del Euro, cosas así, quiero decir así de terribles. Y no lo hacen con espíritu de villanos, sino con la lógica fría, hiperracional, del capitalismo: máxima seguridad, máxima rentabilidad, para sus clientes. Ni engañan ni pretender engañar a nadie. BlackRock es eso, así la hemos creado en Occidente: una máquina fría que opera en todo el mundo, sin ningún control ciudadano o político, que puede derribar gobiernos y provocar catástrofes económicas, así como puede sacar de la miseria a regiones enteras de Asia. 

Finalmente, esa lógica implacable no puede terminar sino esclavizándonos. Por eso el problema actual del mundo, el de los estudiantes chilenos, los jóvenes norteafricanos, los “indignados” españoles, en definitiva el de la inmensa mayoría de los humanos, que somos gente de a pie, no son los ricos, ni el capitalismo ni el partido comunista chino, ni cualquier otra entelequia anticuada: NUESTRO PROBLEMA ES QUE SE NOS ACERCA EL IMPERIO DE LAS MÁQUINAS.

Avanzan al galope por las estepas, podemos oír el estruendo de sus mecanismos con solo poner nuestro oído en el suelo. Están llegando, derribando ya todas nuestras murallas. Las máquinas no son malas, tampoco buenas. Son máquinas, no tienen sentimientos, ni valores. Ese es, sencillamente, nuestro problema, que son incapaces de sentir piedad. No lo olvidemos.

No hace falta decir, aunque no puedo dejar de hacerlo, que la sola arma eficaz de que podemos disponer los humanos para librarnos de esta amenaza de las máquinas son los valores. No los valores financieros, sino los morales, los imperativos categóricos kantianos, o los que nos han enseñado los poetas, los chamanes, las grandes religiones o las grandes revoluciones: libertad, igualdad, fraternidad, amor al prójimo, coraje, respeto a la naturaleza, creencia en lo trascendente, desarrollo interior, fantasía, ingenuidad, inocencia. Todo ese software, inalcanzable por las máquinas dada su infinita complejidad, manejable solo por la potencia inigualable de un corazón con un cerebro humanos.

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