viernes, 30 de agosto de 2013

Encontronazos con la realidad

Habías salido del trabajo como cualquier otro día, cansado, habiendo dejado allí una parte de lo mejor de ti mismo. Conducías tu coche por la gran avenida a más de 100 km/h, como hacía la mayoría de los conductores que te rodeaban, muy cerca unos de otros, casi tocándose. Quince o veinte coches por delante del tuyo, a uno le reventó una rueda, lo que torció ligeramente su rumbo. Bastó eso para provocar un choque en cadena, catastrófico. Tú ibas distraído, cansado, cabreado; cuando te diste cuenta de que te comías el coche de delante ya era tarde. La colisión tuvo un chasquido metálico, de chapa irreversiblemente rota, enseguida te embistió a ti el coche de detrás. Te cimbreó el espinazo, todavía no te dolía el cuello, pero ya eras consciente de que algo podía habérsete roto, sin embargo permanecías completamente aturdido, en una beatitud angelical que no podría durar mucho.

Así puede que sea la guerra, el combate. Está ahí, delante de ti, pero tú no te das cuenta, porque si te la dieras saldrías huyendo como un cobarde.

Y así es la vida. Nos creemos que la única realidad es la que nosotros percibimos como tal, de la que somos conscientes. Pero no es así, un montón enorme de realidades van recorriendo el camino de su vida muy cerca nuestra, muchas otras no son sino procesos complejos de los que nosotros mismos formamos parte sin saberlo, de manera que antes o después se producen encontronazos que nos afectan, que pueden hacernos mucho daño  pero que sobre todo nos sorprenden, porque no los esperábamos.

Tú, por ejemplo, nunca quisiste pensar en serio que podía morir alguien a quien querías mucho, como tampoco quieres pensar en que algún día, quizá próximo, te toque a ti. Ni te esperabas el abandono de aquel amigo que, ahora que lo piensas, nunca lo fue del todo, como quizá tampoco lo fuiste tú de él. Ni quieres aceptar que el día que un ladrón lo suficientemente hábil, los hay a montones, quiera robarte, lo hará. Ni que puede llegarte de improviso un fracaso intelectual que acabe con tus esperanzas o tu orgullo. Ni que tu patria puede verse invadida por el gas venenoso de la guerra. "No, no", piensas sin pensarlo, "nada de eso es posible, de ninguna manera puede pasarme a mí". Pues sí, puede pasarte.

Lo mismo, por cierto, que pueden llegarte venturosas contrapartidas de todas las desgracias anteriores. Alguien a quien quieres salva su vida, un amigo hace por ayudarte mucho más de lo que tú esperabas, la tranquilidad continuada en tu hogar, el cumplimiento inesperado de una sana ambición, la solidaridad de tus compatriotas que caminan todos juntos a gran velocidad hacia el futuro. Sí, también puede llegarte todo esto.


El caso es que muchos de estos encontronazos, ya sean dolorosos o felices, no pueden preverse. Por eso es conveniente estar preparado. Peregrinar por la vida con un equipaje ligero. No tener nunca cuentas pendientes. Aprovechar todas las muchas oportunidades para pedir perdón u otorgarlo, dar un abrazo o dejárselo dar, liberarse de pesos innecesarios para cargar mejor con los pesos obligados. Navegar en definitiva nuestras vidas con poco lastre a bordo. Aceptar como inevitable la mala suerte y agradecer como un regalo la buena, de modo que ni una ni otra nos dificulten el seguir “palante".

De modo que los encontronazos inevitables no representen para tí frenazos, sino ligeros y sabios cambios de dirección.

domingo, 18 de agosto de 2013

Resurrección

(I).- MUERTE.


Si la Tierra es vieja de 4.600 millones de años y representamos esta larguísima duración en una hora de reloj, los primeros mamíferos aparecieron hace algo menos de tres minutos, los primeros humanoides hace poco más de uno y el hombre tal y como lo conocemos hace una décima de segundo. 

Lo vivo tuvo que hacer un largo camino evolutivo hasta llegar a concretarse en la especie Homo sapiensPero inmediatamente después los acontecimientos se precipitaron a una velocidad endiablada. El desarrollo del cerebro, con un notable aumento de su volumen concomitante con la aparición de un neocortex dotado de poderes de abstracción antes inimaginables, permitió que los humanos, quiero decir cada uno de ellos por separado, tomaran aguda conciencia de sí mismos. El individuo, como algo radicalmente diferente al espécimen, hizo así su aparición en el mundo. A partir de entonces las cosas cambiaron.

El Génesis, al que tenemos que considerar aquí como un antiguo mito, en el que un lenguaje figurado pretende mostrar hechos y conceptos muy difíciles de comprender con los conocimientos de la época, simbolizó  a esos primeros humanos con conciencia de ser individuos en Adán y Eva. Una quiebra se había producido entre el resto de los animales y Adán/Eva. Esta pareja había perdido la inocencia animal. La manifestación más clara de esta pérdida estaba en la conciencia que Adan/Eva habían adquirido de la muerte individual. Y fue la visión aguda, dolorosa y hasta desesperada, de lo que es y significa este morir en persona lo que los expulsó del Paraíso.

Creo necesario describir este drama con un poco más de detalle. El filósofo alemán Schopenhauer puso de manifiesto cómo los animales tienen un instinto de supervivencia pero carecen de una conciencia clara de la muerte, siendo incapaces de reflexionar sobre su significado.  Por eso son todavía nada más que especímenes. En ellos es la especie y no el individuo quien importa. Pero con la aparición del  Homo sapiens se culmina un acelerado proceso de individuación ligado al desarrollo cerebral. Una de las consecuencias singulares de este proceso es el nacimiento del amor.

El amor existe ya en los animales, pero todavía es más un instinto que un sentimiento. Las crías, dotadas de un cerebro demasiado grande para las constricciones anatómicas del parto, tanto más cuanto más cercanos evolutivamente son estos animales al hombre, nacen indefensas, necesitadas de un desarrollo ulterior para alcanzar la autosuficiencia. Sus madres, que las han parido con dolor, tienen ahora que cuidarlas y protegerlas. Surge así en los mamíferos más evolucionados lo que ya empieza a ser un amor de madre, que alcanza su plenitud en la madre humana. 

Por este camino, a causa del espectacular desarrollo cerebral de los humanos, el amor se hace símbolo y sentimiento, hasta puede llegar a convertirse en locura de amor. La madre humana está dispuesta a darlo todo por su hijo, hasta la vida. Este amor es ya plenamente una propiedad transitiva, un vaciamiento de ese sí mismo del que ya el humano tiene conciencia. Siendo el humano un animal social, su amor se va haciendo extensivo a todos los componentes de la familia o el clan. A la vez es capaz de concentrarse, orientándose en una dirección individualizadora, llegando a ser así el amor entre un hombre y una mujer que se juntan para iniciar un linaje. Este amor de pareja obliga al reconocimiento del amado como un individuo único, tanto como uno mismo, mucho más que un simple espécimen de la especie Homo sapiens, cuyo objetivo en la vida no es otro que contribuir ciegamente a la perpetuación de la especie. El objetivo del individuo humano es darse enteramente en un amor recíproco, y a través de estas renuncias alcanzar la felicidad.

De este modo, a través del amor nace la Historia, como contrapuesta a la Naturaleza. El amor y el individuo emergen simultáneamente de entre  los grupos de especímenes humanos del Paleolítico, el primero como una propiedad del segundo. Tienen, como todo lo que ya es histórico, sus nombres propios, Adán y Eva, que reconociéndose el uno al otro como individuos que ya son, se aman y se hacen compañía, crean una familia y cuidan y protegen a su prole.


Pero así como la especie es prácticamente inmortal, los individuos inevitablemente mueren. La muerte aparece así para los humanos como una pérdida irreparable, el desmoronamiento, la pulverización del cuerpo que es en definitiva el soporte material de la persona a la que amabas. Y tú te revelas contra ese destino, no lo aceptas. Es de este modo como dejas de ser un animal, un simple espécimen. Y es por esto por lo que ya no hay sitio para ti en el Paraíso. Al rebelarte contra la Muerte has perdido la inocencia animal. Al Dios Creador no le queda otro remedio que expulsarte. Tú, hombre/mujer, Adán/Eva, te lo has ganado.


Pecado original y Expulsión del Paraíso.- Miguel Angel, Capilla Sixtina


Ya fuera del Paraíso, los individuos humanos se encuentran ante una terrible paradoja. Su conciencia de ser mortales los hace sufrir el dolor de esa muerte que no deja de hacerse presente en sus vidas y las de aquéllos a los que aman. Este sufrimiento los obliga a reaccionar, haciéndoles emprender una lucha encarnizada contra la Muerte. Se apoyan para esta lucha en dos poderosos Ejércitos: uno es el de la Tecnología, el otro el de la Religión. Con el primero combaten a la Muerte, con el segundo la trascienden. 

Pero lo que el individuo humano aborrece no es la Muerte en sí misma, sino la de aquellos a los que ama y la suya propia. Paradójicamente, pero a la vez con una lógica aplastante, esta Muerte tan odiada es también el mejor castigo que puede aplicarle a sus enemigos, así como la mejor defensa contra las amenazas de éstos. Por eso el Homo sapiens que lucha contra la Muerte se convierte también en un asesino. En su ejército tecnológico ocupan un lugar destacado las armas de guerra, en su ejército religioso la tendencia a condenar al infierno todo lo que se le opone, no solo sus enemigos, sino también el resto de la Naturaleza y hasta el Cosmos entero si ello fuera posible.


Todas estas circunstancias contradictorias, estas mezclas irresolubles del amor con el odio, de la capacidad de construir con la de destruir, son las que el lenguaje mítico religioso de las religiones abrahámicas ha nombrado como el Pecado Original. Los humanos hemos nacido con él en cuanto a que es la consecuencia inevitable de nuestra condición, producto a su vez del inusitado desarrollo cerebral con el que culminó nuestra evolución estrictamente biológica, ese momento en el que dejamos de ser especímenes de Homo sapiens para convertirnos en individuos humanos portadores de un lenguaje y una cultura.







(II).- INMORTALIDAD.

Los acontecimientos que acabo de narrar y sus consecuencias tienen lugar a través de escalas de tiempo aterradoramente grandes. Si el primer homínido surge hace cuatro millones y medio de años, el Homo erectus, ése en el que el desarrollo cerebral empieza a  acelerarse irreversiblemente, aparece hace algo menos de dos millones de años, el Neandertal algo más de 200.000, y el Homo sapiens poco más de 100.000. De manera que ese drama terrible de Adan/Eva, que en el lenguaje mitológico del Génesis no es más que un acto de rebeldía que lleva a la pareja a su expulsión por Dios del Paraíso, resulta ser, en las escalas del tiempo físico a las que estamos habituados, algo que transcurre a lo largo de varios cientos de miles de años. Por eso este lenguaje religioso/mitológico es el único que puede permitirnos, a nosotros y a todos los humanos con mucha menos cultura científica que nos han precedido, intuir siquiera de forma aproximada, pero cierta, lo que ha venido sucediendo.

Hay abundantes pruebas paleontológicas de que los hechos han podido sucederse como acabo de describirlos. A partir del Paleolítico más temprano, incluso antes, cuando todavía eran los Neandertales los homínidos dominantes en el mundo, aparecen las primeras muestras artísticas de cultura humana, en forma de enterramientos. Que son obras de arte precisamente porque tienen la capacidad de conmovernos. Ponen de manifiesto dos sentimientos que albergaban los humanos que los construyeron. El primero es el del amor que sentían hacia los que habían  enterrado, que se refleja en el sinfín de detalles delicados que llenan las tumbas. El segundo es el de la esperanza en que otra vida espiritual sucedería a la vida física de los que han muerto, que también se manifiesta en el hecho de que empiezan disponiéndolos en posturas delicadas, como si estuvieran dormidos, que no muertos, de manera que su situación no sea la de la desaparición definitiva, sino poco más que un dulce sueño. 




Presento aquí un enterramiento paleolítico especialmente delicado y complejo, el de las damas de Teviec, dos mujeres de 25 y 35 años que murieron violentamente. Se las ha dispuesto en posturas de descanso, adornadas con collares y pulseras, rodeadas de conchas y caracoles que recubren de lujo y fantasía el espacio que las rodea. Antes de enterrarlas se las ha cubierto con un techo de astas de ciervo. Están así preparadas para seguir viviendo después de la muerte, todo lo que las rodea pone de manifiesto el amor que han sentido por ellas los que las han enterrado.  Así se repite en las docenas de enterramientos neandertálicos y paleolíticos que se han descubierto.


medida que van transcurriendo los siglos, pasan el paleolítico y el neolítico, llega la época de los grandes imperios como el de Egipto y la situación, en lo esencial, sigue siendo la misma: creencia firme en la inmortalidad, en la existencia de otra vida para un componente espiritual del individuo que sobrevive a la muerte, es decir, que la trasciende, en definitiva que la vence. Triunfo final por tanto, por la vía metafísica o religiosa, de los hijos de Adan/Eva. Pero triunfo muy relativo.

Para empezar, inmortalidad no es lo mismo que resurrección. Hay un largo trecho entre ambos conceptos. La inmortalidad lo es del alma, condición necesaria para que a continuación pueda producirse la resurrección del cuerpo. La mayoría de las grandes religiones, empezando por el shamanismo, creen en la inmortalidad del alma. Pero muy pocas, solo las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo, islamismo), postulan además la resurrección del cuerpo después de la muerte.

En cuanto a la propia inmortalidad del alma tal y como se entiende en las grandes religiones orientales (brahmanismo y budismo), no es más que una metempsicosis, donde el alma migra de un cuerpo a otro, para finalmente, una vez que se ha purificado suficientemente, deshacerse en la nada del nirvana. Este alma migrante a través de cuerpos cambiantes carece ya de ese carácter netamente individual que mi alma, por ponerme como ejemplo, tiene para mí. Lo individual, lo estrictamente biográfico,  está ligado al cuerpo y se desmorona irreversiblemente con la muerte.


La derrota directa de la muerte, esa que Homo sapiens ha venido persiguiendo desde los tiempos de Adan/Eva, solo puede conseguirse a través de la resurrección. Abolir la Muerte para quedarse solo con la Vida, conseguir así que los individuos humanos se hagan inmortales como lo eran los dioses griegos, es imposible. Pues Muerte y Vida forman una perfecta antinomia heraclitea. Si no estás vivo tienes que estar muerto, eso es todo, te es imposible zafarte, en este mundo sometido al tiempo, de ese mandato disyuntivo. Si los humanos consiguiéramos algún día llegar a abolir técnicamente la muerte, la vida habría perdido su sentido. 









(III).- RESURRECCIÓN.

Pero si lo que sigue a la muerte es una resurrección, la antinomia vida/muerte permanece intocada. El esquema es ahora: naciste...viviste, moriste...resucitaste. Y la resurrección consiste en que tú, después de morir, das un salto y te sitúas para siempre fuera del espaciotiempo, pero todo tú, con toda tu corporeidad, para vivir así eternamente. 

Si la conciencia de ser mortales nos hizo cometer, en Adan/Eva, el pecado original de revelarnos, por cierto en vano, contra la Muerte, Dios a través de Jesús, el Dios-Hombre, nos redime de este pecado muriendo para conseguirnos el triunfo definitivo sobre la muerte a través de la resurrección. Primero es Él mismo quien resucita. Luego lo haremos todos los individuos humanos cuando nos llegue el fin de los tiempos. 

Lo que acabo de formular es el anuncio de la resurrección de los muertos tal y como lo hace el cristianismo, es decir,  en un lenguaje religioso, mítico, situado en la cara opuesta del lenguaje tecnológico y racional que domina nuestra época. Pero precisamente por eso el único lenguaje en el que al nivel actual de nuestros conocimientos puede formularse un mensaje tan revolucionario.

Este anuncio provoca la negación desdeñosa y hasta escandalizada de los que no creen en él. También la mezcla de espanto y esperanza de los que sí creen. Yo quisiera contarme entre estos últimos. En este marco de lo religioso, la resurrección aparece como un misterio que los humanos de hoy somos todavía incapaces de comprender. No hay otro modo de anunciarlo. El lenguaje religioso forma parte de los lenguajes comunicativos, opuestos a los lenguajes instrumentales, tal y como los definió Habermas. Después de muchos miles de años, nuestro progreso tecnológico nos ha permitido comprender que el mito comunicativo del pecado original tiene una correlación instrumental en el desarrollo cerebral del género Homo y su adquisición de una conciencia individual. La resurrección que nos proponen los Evangelios y San Pablo en un lenguaje comunicativo no tiene todavía un correlato instrumental. Quiero decir que la resurrección, primero de Jesús y en el día del fin de los tiempos de todos los muertos, nos resulta incomprensible, imposible desde una perspectiva científica. No nos queda otra opción que creer en ella o rechazarla.

Esta verdad religiosa de la resurrección se escribe en dos capítulos bien distintos. Primero está la resurrección de Cristo al tercer día de su muerte. Luego la de todos los humanos, esa a la que se llama de los muertos o de la carne, en el fin de los tiempos. 

La resurrección es el acontecimiento más decisivo y singular de la vida de Cristo, también el más escandaloso cuando visto con una lógica instrumental. Sin resurrección, Cristo no habría pasado de ser un hereje judío finalmente ajusticiado por los romanos. San Pablo considera esencial que los cristianos crean en ella: «Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía es también nuestra fe» (I Corintios 15:14). 


Pero para el cristianismo la resurrección de Cristo representa mucho más que el  final feliz necesario para convertir una simple rebelión en una saga heroica. Si el Pecado Original simboliza en lenguaje religioso el comienzo de la lucha contra la muerte de un hombre que se siente individuo porque ha dejado de ser espécimen, la Resurrección de Cristo simboliza el comienzo de una nueva alianza en la que Dios nos da a los humanos la capacidad de vencer definitivamente a la muerte a través de la resurrección. Todo esto, lo repito, es demasiado revolucionario y escandaloso para que pueda ser aceptado dentro de un marco de lenguaje instrumental. Hace falta asumirlo como un mensaje escrito en lenguaje religioso y apostar por ello en un acto de fe.


Históricamente, la posibilidad de la resurrección aparece en el judaísmo casi a la vez que Cristo nace, vive, muere y resucita en Palestina. Fariseos y esenios creen en la resurrección, no así los saduceos. El ritual judío actual acepta la resurrección de los muertos. Lo mismo que lo hace el Islam en términos muy parecidos a los del cristianismo. Constituyéndose así las tres religiones abrahámicas en las más avanzadas conceptualmente de todo el mundo religioso. Pues no solo trascienden la muerte mediante la inmortalidad, sino que hacen esta una propiedad de todos y cada uno de los individuos humanos mediante una resurrección personal, capaz de conservar la corporeidad de cada individuo. De este modo, la victoria del individuo Homo sapiens sobre la Muerte alcanza su dimensión histórica completa.



Quiero terminar esta entrada haciendo un breve repaso de la iconografía de la resurrección.


En cuanto a la Resurrección de Cristo he elegido dos  pintores renacentistas, el más espiritualizante, El Greco, y uno de los más sensuales, Rubens.

En ambos el cuerpo de Cristo, rotundo, lleno de vida y de fuerza, domina totalmente el escenario.



Se trata por cierto de un cuerpo que al haber resucitado al tercer día no ha tenido tiempo de desmoronarse en polvo. Aún así muestra los misterios de algo que ya es nuevo. Los autores religiosos empiezan a hablar de "cuerpo glorioso", el mismo Jesús le dice a la Magdalena cuando le sale al encuentro, noli me tangere, no me toques. Ese misterio de la carne resucitada permanecerá por el momento como algo incomprensible, incompatible con lo que conocemos cientificamente. Caben otras posibilidades, aunque meterse en especulaciones pseudocientíficas es tan peligroso como inútil. Aún así, me atreveré a decir que el cuerpo no tiene por qué limitarse a la materia que le da forma, que cuerpo es también, quizá sobre todo, el conjunto de memorias de naturaleza inmaterial, los campos inmateriales de fuerzas todavía desconocidas que constituyen una parte esencial de la corporeidad, todo eso. Dicho esto, creo más honesto quedarme con el misterio de algo que todavía es incomprensible para nosotros. Quedarme con él... es decir... aceptarlo como tal misterio o descartarlo en el olvido, esas me parecen dos posturas coherentes.


La iconografía de la resurrección de los muertos es menos abundante. La mayoría de los cuadros que la representan están más centrados en el simultáneo Juicio Final que en la propia resurrección. Pero hay uno de Luca Signorelli que traigo aquí. La mitad superior del cuadro está ocupada por dos ángeles que anuncian con largas trompas el fin de los tiempos. Las trompas están adornadas con gallardetes que simbolizan la resurrección mediada por Cristo, una cruz roja sobre fondo blanco. La mitad inferior presenta distintas fases del proceso de resurrección tal y como lo imagina el artista. Los esqueletos empiezan a emerger de un suelo con aspecto de ceniza, a la vez se van cubriendo de carne y van tomando color por la sangre que empieza a circular por ellos. Algunos resucitados se van reconociendo como familiares o amigos, saludándose y ayudándose en el proceso de emergencia. Otros claman al cielo o buscan a seres queridos o esperan a ser encontrados.


Lo que a mí me llama la atención de este cuadro es su presentación de la resurrección no como un milagro instantáneo, sino como un proceso de reconstrucción y reencuentro, consigo mismo y con los demás.

Acontece esta resurrección de los muertos en el llamado fin de los tiempos, cuando se acaba el tiempo, es decir, el espaciotiempo, pues uno es inconcebible sin el otro.


Posiblemente el espaciotiempo, que como Kant propuso es una intuición innata en el individuo humano, acaba para cada individuo en el mismo momento de su muerte. El fin de los tiempos sería así una experiencia personal, repetida miles de millones de veces, una por cada individuo humano que muere. La resurrección, de tener lugar, lo sería para cada individuo en ese instante que ya no lo es. La corporeidad del individuo que fue alcanza entonces su estadio culminante. Como en el éxtasis místico, el individuo se libera finalmente del tiempo. Todo se le hace presente.


sábado, 3 de agosto de 2013

Una muerte

Te despertaron las llamadas alarmadas de tu hija, que velaba junto a ella. "¡Papá, papá!" Corriste junto al lecho de tu mujer, llegaste y la  voz quebrada de tu hija te gritó que había dejado de respirar.  La estrechaste por los hombros, parecía profundamente dormida. En su boca entreabierta empezaste a aplicarle con la tuya una respiración forzada. Fue tu último beso. Oías entrar el aire que le insuflabas, pero no volvía a salir. Tu insistías. Su cuello se relajó mientras sostenías su cabeza entre tus manos. La dejaste descansar sobre su almohada, alcanzaste el medidor de tensión y se lo adaptaste al brazo derecho. Cuando apretaste el botón de marcha tuviste la sensación de que estabas dándole una orden de vida a su cuerpo tan fatigado. Ya no recuerdas la tensión que finalmente quedó marcada en la pantalla digital, pero sí las pulsaciones que con las tensiones sístolica y diástolica  se alternaban en ella. Era una cifra, un 0 que te conmovió como un mazazo. No había pulso. Entonces te convenciste de que tu mujer acababa de morir y a la vez te diste cuenta de cuánto la querías.

Tu hija y tú llorabais. Os movíais alrededor de tu mujer, que era su madre pero también, ahora lo comprendías, la tuya, como dos hormigas desconcertadas. La acariciabais, arreglabais sus sábanas, intentabais ponerla en una postura cómoda, todavía con la esperanza, en vuestro estupor, de que abriría en cualquier momento los ojos como sí regresara de un mal sueño.

Luego seguisteis acariciándola con ternura.  Luchó incansablemente contra un mal destino dotada de una esperanza y una fuerza inagotables. Ahora cristalizaba en su rostro una belleza noble, serena, que nunca olvidarás.

Recordaste confusamente lo que desde hace mucho tiempo sabías, que la hora más importante de la vida es la hora de la muerte. También lo que nos define como humanos, esa convicción de que la muerte es intolerable, inaceptable, que nuestra primera obligación moral es luchar contra ella allí donde esté, acorralándola, neutralizándola, trascendiéndola .

Pero te distraía de este discurso, inundándote como sólo puede hacerlo una marea creciente, el amor que en esos mismos minutos terribles estabas sintiendo por ella. 

Por eso ya sólo pudiste  lamentarte y llorar.