lunes, 25 de julio de 2016

Querida e indecisa España (y 3).- El fracaso de los lideres

Vivimos momentos en España en que nuestros líderes políticos no acaban de ponerse de acuerdo en cómo administrar un poder que les ha sido delegado por el conjunto de los españoles. Pero lo peor no es que no acaben, sino que da la impresión de que ni siquiera han empezado. Y no hay que darle muchas vueltas: esto constituye un fracaso de los políticos que hace ya tiempo empezó a decepcionar a los ciudadanos.

¿Por qué esta incapacidad de llegar a un acuerdo de gobierno? Como en casi todo en la vida, hay unas explicaciones operativas, que se quedan en la superficie del fenómeno, y otras sustanciales, que van al fondo. Yo voy a intentar moverme en el terreno de lo sustancial, elaborando mi propia versión de los hechos, resumida para empezar en una sentencia:

España no ha sido capaz de darse un sistema eficaz de liderazgo político porque es una sociedad demasiado individualista.

¿Quiere esto decir que España entera es responsable de lo que está pasando? Me temo que sí.

¿Acaso pretendo librar a los políticos de su responsabilidad en todo este asunto, defendiendo que España, en vez de ser un país mal gobernado, es un país de individualistas? Sí y no. Lo que yo quiero decir es algo más complejo: España es un país mal gobernado a causa de que ha venido siendo individualista, y a la vez individualista a causa de que ha venido siendo mal gobernado.

Aparecen así las dos caras de la moneda heraclitea, el individualismo y el desgobierno, una y otra apoyándose mutuamente. Y esta moneda va siendo lanzada al aire, una y otra vez, tanto por la clase política como por el conjunto de los españoles.

En cuanto a los políticos, como españoles que son también son necesariamente individualistas. Y en tanto que individualistas han sido incapaces de construir un buen sistema de liderazgo. Pero el liderazgo es esencial para dirigir algo tan complejo y sometido a tantos azares como un país. El líder, o los lideres, tienen que ser capaces de llegar al fondo de los hechos y proponer caminos hacia el futuro que convenzan a los que están obligados a seguirlos. Nuestros partidos políticos no son escuelas de líderes. Unos se comportan como  partidos chimenea y dedocraticos, donde asciendes a medida que lo va consintiendo el de arriba y al final te da el puesto tu jefe. Otros pecan de lo contrario, son destructores de líderes, han ido cortando sistemáticamente las cabezas de los que descollaban como tales. Unos y otros siguen estando ideologizados en demasía, derechas e izquierdas, esas siguen siendo las etiquetas que pretenden decirlo todo, cuando hoy, en un mundo complejo donde potencias como China emergen con un pack de comunismo de estado y capitalismo de negocios, no dicen casi nada.

Pero unos políticos que no se sienten líderes no pueden tener la ambición de dirigir a un país hacia el futuro, sino simplemente la pretensión de sobrevivir. Ese es uno de los problemas.

En cuanto a los españoles, como individualistas que somos nos cuesta trabajo identificar nuestros intereses comunes. Vemos el juego político como de suma cero, lo que te lleves tú me lo quitas a mi, y recíprocamente. Quizá sea esta una formulación exagerada, en cualquier caso nos cuesta trabajo ver que hay problemas y oportunidades en el largo plazo que son del interés de todos, como la educación, la capacidad científica y técnica, una demografía adecuada para el futuro, un sistema judicial justo, democrático y eficaz, cosas así. Y un juego político de suma cero solo puede ser de bandos, no de patriotas, apelativo este que cayó hace ya tiempo en un terrorífico desuso. Por eso muchas veces votamos, o peor todavía dejamos de votar, más con el vientre o el estómago que con el corazón o la cabeza. Así somos en lo malo, lo siento, eso es lo que creo. Y aquí está  el otro gran problema político con el que nos enfrentamos.

En cualquier caso: España dio un gigantesco paso adelante en 1976, demostrándose a sí misma que era capaz de construir un sistema democrático avanzado en beneficio de todos los españoles. Lo hizo porque, aunque durante el largo invierno del franquismo nunca había llegado a creer en sí misma, valía mucho más de lo que ella misma autoestimaba. Lo que la movió entonces fue una mezcla de miedo y esperanza, esto lo he dicho ya en otra entrada reciente de este mismo blog ("Pobre España", 24 abril 2016).

Pues bien, ahora nos encontramos en circunstancias parecidas a las de entonces. Y estoy convencido de que para dar otra vez la talla, nosotros los españoles, individualistas irremisibles, necesitamos recurrir a la misma vieja fórmula capaz de movilizarnos en positivo: una combinación  de miedo y esperanza.

Miedo a perder lo que ya hemos ganado, pero sobre todo a un futuro muy difícil para nosotros y nuestros hijos si no luchamos juntos por conquistarlo

Esperanza en que ese futuro existe y en que tenemos la capacidad de alcanzarlo si trabajamos juntos.

Esta receta, por supuesto, deben aplicársela en primera instancia nuestros políticos. Pero todos, es decir, todos.

viernes, 15 de julio de 2016

Querida e indecisa España (2).- Individualismo

En esta segunda entrada me corresponde escribir sobre los españoles. Empezaré con lo que podría ser una conclusión: a causa de un conjunto imparable de circunstancias,
1).- Históricas: un pasado tormentoso y muy complejo, con grandes invasiones y caídas: Roma, los Godos, el Islam, los Austrias, los Borbones, Napoleón, la desintegración imperial, la guerra civil.
2).- Geográficas: tremendos gradientes de latitud y de altura, de climas, barreras montañosas, aislamiento del continente, lejanía del imperio que fue.
3).- Culturales: gran diversidad cultural, riqueza de comidas, quesos, vinos, lenguas y tradiciones.

A causa de todo esto, España es un país de individuos.
Quiero decir donde la persona de carne y hueso, el yo, tú y él mucho más que el nosotros, vosotros y ellos, son la primera y la última referencias.
Cuando los anglosajones se han referido al Spanish pride no lo han hecho al orgullo de raza o de pueblo, sino a ese sentimiento que aflora en un individuo español a la menor oportunidad y que es una autoafirmación del yo, de lo mío y los míos, de mi honor, mi dignidad, mi mérito, mi equipo de fútbol, mi santa patrona, mi edad, frente a los de otros.

Claro que todo esto va cambiando, reduciéndose poco a poco de verdades como puños a tópicos que inevitablemente envejecen. La juventud de hoy es mucho menos individualista de lo que hemos sido los mayores, a tono con la homogeneización globalizante que se vive en todo el mundo, gracias a la explosión de las comunicaciones. Pero persiste, y lo hará durante mucho tiempo, un fondo cultural y vital que es genuinamente español y que afecta por tanto a todos los españoles, desde el Pirineo hasta el Estrecho, un fondo digo que es individualista.

Algunos rasgos del día a día ponen de manifiesto este individualismo entronizado en el corazón de la mayoría de nosotros.
Uno muy revelador está en la fiesta de los toros. ¿Por qué España, junto con algunas naciones hermanas de Latinoamérica, es el único país del mundo donde existe algo tan peculiar y denostado por otros como la fiesta de los toros?
Primeros momentos entre el toro y su torero.
El matador de toros es el paradigma del individuo. Una plaza de toros está llena de gente, colores, ruidos, brillos y confusión. Pero en el seno de toda esta turbamulta hay dos seres que están absoluta y despiadadamente solos: el toro y el torero. El primero porque es un desgraciado animal al que han obligado a la soledad frente a una muerte cruel. El segundo porque ha elegido estar solo, yendo así en busca de la gloria y la consumación de su llamada. Uno de los espectáculos más interesantes en una corrida es el de observar al matador que está a punto de comenzar la lidia de uno de sus toros. Todavía están en la plaza el toro y el torero anteriores, el ruido y la expectación ante lo que está a punto de terminar son máximos. Pero el torero que va a entrar pronto en lidia sabe ya lo que le espera e intenta prepararse para ello. Tiene que ser capaz de aislarse de toda aquella confusión para
José Tomás, uno de los mejores toreros del momento,
pensativo y expectante, con el rostro marcado por una
cicatriz.
poder estar a solas con  el toro, su toro, ese toro que puede herirlo gravemente, hasta matarlo, y al que tiene que prestar una extraordinaria, concentrada atención. Solo a través de este aislamiento llegará  a ser capaz de enfrentarlo. Y lo que uno puede observar maravillado es ese ejercicio de concentración: cómo el torero, que bebe un poco de agua en un vasito de plata, mira hacia dentro de sí mismo, cómo sus ojos se vacían de luz, se mineralizan, porque él está vuelto hacia dentro, viajando por sus honduras espirituales para sacar de allí el valor, la serenidad y la confianza en sí mismo que va a necesitar enseguida. Todo esto es individualismo químicamente puro. Mucho más que el del virtuoso del violín en el seno de una gran orquesta o el deportista estrella o el conferenciante o el líder político o el boxeador. El torero pone en juego su vida entera en unos instantes de gloria o muerte. Y lo hace porque le da la gana hacerlo, aunando todas sus fuerzas, físicas y espirituales, en el empeño.

(Tomado de lafiestaprohibida.blogspot.com)


En el entorno más limitado y menos existencial del arte, también el poeta y el españolísimo cantaor de cante jondo, son ejemplos de belleza creada desde la más profunda soledad individual.  España es un país no muy culto pero con una gran apreciación popular por la poesía y la canción. Ahí están García Lorca o Machado o Miguel Hernández, mucho más conocidos y apreciados por los españoles que Cervantes, Galdós o Baroja, para confirmarlo.

También son ejemplos de individualismo en acción el pícaro, el listillo, el que consigue orillar la ley para salvar sus intereses, los suyos, sin hacerle demasiado daño a los demás, a costa del Estado o en general de una Autoridad de la que los españoles siempre hemos temido y soportado el abuso. Ese individualista que defiende lo concreto de su vida, la suya, frente a lo abstracto de las normas de unas Instituciones a las que siempre ha visto como depredadoras, vive en el corazón de muchísimos españoles, marcando un importante rasgo de nuestra personalidad. Una frase muy conocida y utilizada resumiría todo lo que intento decir: “¿Se lo pongo con IVA o sin IVA?”

Este individualismo, tan peculiar de nosotros los españoles, nos marca. Entroniza al individuo en el centro del paisaje humano. Desde el individuo arrancan la mayoría de fuerzas e iniciativas imperantes.

Juan Martín el Empecinado, héroe guerri-
llero español en la lucha contra Napoleón,
pintado por Goya (1814).
En lo bueno, nuestro individualismo nos impone sus condicionantes, esos que nos hacen ser más artistas que científicos, más místicos que filósofos, más guerrilleros que soldados, más aventureros, navegantes o exploradores que comerciantes, constructores o fabricantes. Hace también que la familia sea entre nosotros la institución más poderosa, lo que no sucede en países más septentrionales. Así, mientras que en Inglaterra y otros muchos países europeos es casi una ley que los hijos abandonen el hogar paterno a los 18 años, en España pueden permanecer en él hasta los 30. Todo esto tiene de positivo que crea una estructura social de base muy sólida, capaz de soportar los peores desastres y de muchas clases de generosidad. De la cual emana un humanismo a flor de piel, compasivo, misericordioso, cordial.

Uno de los testigos más lúcidos de lo que quiero decir fue el gran Arthur Koestler. En 1936 era todavía un comunista convencido; la guerra civil lo sorprendió en España como agente secreto del Komintern de Stalin, camuflado como periodista británico. En 1937 las autoridades franquistas lo detuvieron en Málaga y tras una serie de vicisitudes lo trasladaron a la cárcel de Sevilla con una condena a muerte, que sería finalmente conmutada tras algunos meses de prisión. En su libro Testamento Español, Koestler describe con insuperable maestría literaria los acontecimientos que vivió en aquellos días tan ominosos para él. En todo momento sorprende al lector la naturaleza de las relaciones que los presos, muchos de ellos habiendo sufrido torturas previas y muchos también finalmente fusilados, mantienen con los carceleros y guardias civiles que los custodian. En ellas domina siempre la conexión personal entre individuos que son, por encima y por debajo de todo lo que está sucediendo, seres humanos que se tratan con respeto y compasión.  

Pero el individualismo, como todo, debe confirmar la regla de Heráclito, quiero decir que tiene su cara y su cruz, sus aspectos positivos y negativos, inevitablemente coexistentes.
En lo negativo, el individualismo engendra nepotismo, endogamia y antiliberalismo. El individualista es el colmo de lo antropocéntrico, se siente en el centro del mundo, de su mundo, lo único que verdaderamente le importa. Es en buena medida por este individualismo por lo que España no ha sobresalido en muchas áreas en las que otros países europeos han brillado. Podrían escribirse y ya se han escrito innumerables páginas sobre ello. Me limitaré a mencionar  lo que ha sucedido en España con instituciones como la Universidad o actividades como la investigación científica. Unas y otras requieren de los individuos que las integran una visión cooperativa de sus actividades y una apertura curiosa a los demás. Esto no ha sucedido en España, y pongo como prueba la proporción de profesores o investigadores extranjeros presentes en nuestras instituciones de enseñanza superior o investigación, sin duda de las más bajas entre los países avanzados. Y no es que los españoles estén genéticamente incapacitados para ser buenos profesores universitarios o investigadores científicos, naturalmente que no, como prueban numerosos casos de éxito. Se trata de un problema cultural, de un individualismo enraizado en nuestros hábitos colectivos, que se manifiesta en todas aquellas actividades que exigen una comunidad de esfuerzos y el respeto a unas reglas del juego absolutamente limpias. Lo que no es óbice para que España haya engendrado instituciones tan poderosas y multinacionales como la Compañía de Jesús o el Opus Dei. Pero en ambos casos se trata de entornos con una férrea disciplina interna, donde la bravura del individuo es domada y dirigida a integrarse en un esfuerzo colectivo. Por eso los españoles han brillado siempre como gente de armas o de iglesia, integrados en ejércitos donde, dominados por la fuerza los aspectos más negativos de su individualismo, han podido manifestarse los más positivos.


Pero estos contrapesos disciplinarios a nuestro individualismo han tenido también sus consecuencias nefastas. Los españoles hemos tenido que soportar desde siempre un estado burocratizado y muchas veces despótico. Que ha exhibido un poder y una seguridad para sus servidores, en contraposición con el resto de los españoles, de los que se desprende el hecho terrible de que la ilusión de muchos jóvenes españoles siga todavía siendo la de ganar una oposición a funcionario público para vivir tranquilo el resto de sus vidas, sin grandes ilusiones, exigencias o inseguridades, que todas ellas suelen ir juntas.  Muchos signos ponen de manifiesto la realidad cultural de este despotismo antiliberal omnipresente. Así la importancia social del funcionario, el papel aterrorizante del inspector, que llega al colmo cuando lo es de Hacienda. Ya en el siglo XIX el gran Mariano de Larra describía con su “vuelva usted mañana” el poder omnímodo y arbitrario del funcionario incompetente, capaz de bloquear cualquier iniciativa y con el que quizá esté acabando ahora la revolución informática, pero ¡tan lentamente!... También el desdén que muchos españoles sienten por la iniciativa privada, esa visión del empresario como alguien que no tiene otras ambiciones que su enriquecimiento, del beneficio empresarial como algo intrínsecamente ilícito.

La consecuencia de todo esto ha sido la contraria de lo que esperaban los que detentaban el poder: en vez de un estado fuerte, un estado permanentemente débil, incapaz de organizar un imperio atravesado por enormes lejanías geográficas, teniendo que recurrir a algo tan miserable como la delación secreta en una institución tan importante para el estado como fue el Santo Oficio de la Inquisición, asolado por el  riesgo permanente de invasiones, de las que la última con carácter histórico, la de Napoleón, fue profundamente destructora.

Todavía hoy padecemos los españoles las consecuencias de este despotismo disarmónico. Todavía Madrid sigue siendo tan centrista que difícilmente puede contener con éxito la marea separatista de algunas regiones. Así, mientras que desde Madrid se clama por el respeto que los nacionalistas deben a ese mandato constitucional que nos hace a todos los españoles iguales ante la ley, los madrileños no pagan un Impuesto de Sucesiones que arruina a muchas familias andaluzas o catalanas, y vascos y navarros gozan por su parte de unas condiciones fiscales privilegiadas con respecto al resto de los españoles. Junto a todo esto, Madrid ha venido cediendo a las autonomías poderes que nunca debió perder el estado.

El espíritu leguleyo que siempre existió en una España de gobiernos débiles que querían arreglar muchos de los problemas difíciles a base de nuevas leyes y reglamentos, sigue existiendo. Las iniciativas empresariales o sociales nuevas, siguen tropezando con numerosos desvíos y barreras burocráticos, a los que se añade el que cada una de las autonomías repita en su entorno muchos de los desvaríos centralistas. Uno tiene la impresión de que sigue habiendo en España un exceso de leyes y, como consecuencia, de “juristas” que las interpreten. También de que muchas de nuestras leyes y ordenanzas difícilmente pueden cumplirse, lo que convierte a muchos ciudadanos en infractores a la fuerza.

Si todo esto es así, si para lo bueno y para lo malo el individualismo sigue siendo un rasgo cultural que nos marca, ¿estará llegando el momento en que las cosas cambien? 

martes, 12 de julio de 2016

Misericordia

Las pesadillas son tenebrosas y están pobladas de monstruos, pero las peores son aquéllas en las que el monstruo resultas ser tú mismo.

Eso me ha pasado a mí hace algunas noches. Una pesadilla me hacía rememorar en sueños una escena de mi vida que ya había olvidado. Pero lo maléfico estaba en que mi subconsciente me presentaba esta historia de una forma diferente a como yo la había vivido y recordado. Usando su poderosa inteligencia intuitiva, mi subconsciente mostraba los hechos demostrando el egoísmo con que yo me había comportado. Un egoísmo feroz por despiadado, sin excusa ni remedio, intolerable, deprimente, humillante.

De aquí que yo me despertara con un sentimiento de culpabilidad que estoy seguro va a acompañarme por mucho tiempo.

El reconocerme como culpable no me asusta, de hecho poco puede haber más humano, recordemos cómo Eva y Adán dejan de ser criaturas paradisíacas y se vuelven personas cuando se reconocen como culpables. Pero lo malo está en darme cuenta de que el daño que causé con mi egoísmo es ya irreparable. Y concluir que si es irreparable, también debe ser imperdonable. Y si es imperdonable, ¿cómo puedo liberarme yo de mi culpa?

Ante una situación así, la única salida que cabe es confiar en la Misericordia. Si eres creyente como yo, se trataría en última instancia de la Misericordia de Dios, que actuaría así como el administrador general del perdón de todas nuestras faltas. Dios nos perdonaría en nombre y representación de aquéllos a los que hemos hecho daño. Y ese perdón vendría necesariamente acompañado por una gracia que nos concedería, la del arrepentimiento, pero un arrepentimiento de verdad, profundo, descarnado, permanente.


Y si no eres creyente, tendría que tratarse de la Misericordia de los demás, empezando por los humanos, pero también de la entera Naturaleza, hasta de todo el Universo. De la capacidad que tiene todo eso que no es yo y que por eso está fuera de mí de olvidar lo malo que yo he hecho. 

En definitiva, esta Misericordia del mundo me dejaría a mí solo para administrar mi culpa. Invitándome, a su manera, a un arrepentimiento que tendría que ser positivo, optimista y generoso. Pagando mis viejas culpas impagables a todas las muchas víctimas de otros que se cruzan cada día en mi camino. 

Intentando ser, con todos y para todo, mejor persona.

domingo, 3 de julio de 2016

Querida e indecisa España (1).- Los condicionantes históricos.

Emprendo una andadura sin rumbo por un territorio viejo y familiar, que pese a que me es archiconocido no deja de depararme sorpresas. Voy con un ánimo explorador, en busca de descubrimientos. Por eso intento despojarme de todas mis ideas preconcebidas, mis mitos y creencias. Aguzo mis sentidos, los del cuerpo y los de la mente, mis vistas, mis oídos, mis tactos. Me siento receptivo, abierto a todo lo que me salga al encuentro, en disposición de comprender.

De la ciudad en la que he nacido y vivido nunca esperé demasiado, a pesar de lo mucho que ella me dio y ha seguido dándome. Pero España y Europa siguen escandalizándome, decepcionándome, quizá por lo mucho que las admiro y por mi profunda fe en ellas.
Empezando por la vieja España, ¿quién la entiende hoy? Pero sobre todo, ¿cuántos quedan que todavía confíen en que tenga un futuro viable y vivible?

España nos irrita, nos decepciona.

Se forjó como nación a lo largo de siete siglos de Reconquista, luchando contra un Islam que la ha dejado llena de rastros y cicatrices. En esto se parece a otras periferias europeas, no a Italia, que nunca se sintió acosada por los moros, pero sí a los Balcanes y a Grecia, donde esa lucha se ha mantenido viva hasta tiempos mucho más recientes. También a la Rusia antigua, que luchó durante siglos contra los tártaros y otros musulmanes asiáticos.

De aquel larguísimo período de guerras, España ha recibido caracteres que pesan mucho en su identidad. Uno es el hábito de dar preferencia a la fuerza sobre la razón, a la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. Otro rasgo esencial heredado de la España medieval es el de la religiosidad cristiana; España fue durante siglos una Cruzada permanente, el baluarte más firme de la Cristiandad. Y su cristianismo tiene un matiz particular, el de la especial devoción a la Virgen María, quizá como un rasgo que la diferenciaba claramente del enemigo monoteísta africano. Resultado de todo ello es un paisaje permanente de viejas iglesias y castillos, aquellas todavía vivas, con sus santos patrones y sus tradiciones milagreras, estos solitarios y enhiestos, marcando desde su silencio engreído y dominante las diferencias insalvables entre los de aquí, los del terruño y la aldea, los nuestros de siempre, y los de fuera. Como consecuencia de todo ello un casticismo, un espíritu de familia, un compadreo, que siguen estando saludablemente presentes, tanto para lo bueno como para lo malo.

Esta multitud de gente de guerra y altar sacada de la Edad Media por los Reyes Católicos y convertida por ellos en la primera, es decir, la más vieja, nación europea, descubrió gracias al tesón de un genovés todo un continente y se vio obligada por el destino a convertirlo en un imperio. Lo hizo a su manera, precipitadamente, entregándose hasta la extenuación a una tarea que claramente la superaba. España se vació en sus Indias apoyándose en dos pilares, los militares y los clérigos, como una continuación natural de su propia Reconquista. Los militares exploraron y conquistaron rápidamente aquellos territorios inmensos. Los clérigos se preocuparon por las almas de los conquistados, y lo que pasó fue algo inesperado y sorprendente, cuya causa no estuvo en España, sino en la misma América. Porque fueron los pueblos originarios americanos los que aceptaron a los españoles, sometiéndose al nuevo orden. Por eso el imperio español en América fue el resultado de un encontronazo violento pero también de un abrazo consentido. Y a pesar de los muchos desafueros cometidos, a pesar de tanta esclavitud y tanto sufrimiento, en contraposición también con todos los imperialismos y colonialismos europeos que vinieron después, la América hispana fue obra de los hombres de armas y de iglesia españoles pero también de los aborígenes americanos y de los africanos traídos como esclavos. Y tuvo como base la convicción de que unos y otros, todos, tenían un alma de la misma naturaleza y con el mismo derecho a la salvación. Lo que ha llevado a una realidad que no se ha dado ni en la América angloeuropea ni en el Africa o el Asia colonizadas: esa realidad profunda y sorprendente de que la America hispana es mestiza hasta lo más hondo de sí misma. Mestiza, sí, nada más y nada menos que eso. En dicha condición está su fuerza y su futuro.

Por otra parte, este imperio americano sacó demasiado de una España que no llegó nunca a dar la talla, ocupada como además estuvo en otras terribles aventuras imperiales tanto en Europa como en el Mediterráneo. La deficiente administración del imperio obligó, inevitablemente, al mantenimiento de un aparato burocrático tanto más asfixiante cuanto más incompetente, una de cuyas ramas, sin duda la más tenebrosa, fue la Inquisición.  Y aunque el Renacimiento español fue sin duda brillante, era demasiado pronto para que cuajara una revolución científica y tecnológica que llegó mucho más tarde de la mano de los ingleses, cuando el imperio español estaba ya en su cuesta abajo.

En estos siglos de decadencia que fueron pasando, del XVII al XIX, el imperio español fue consumiéndose en sí mismo, cada día un poco más empecinado en su aislamiento. Pudriéndose en su burocracia, su casticismo, su escolasticismo acientífico. Pero dando de sí, a la vez, muchos héroes, muchos santos y muchos artistas grandes. El simple mentarlos a todos ocuparía unas cuantas páginas.


De Europa le llegó finalmente su definitivo golpe de muerte. Se lo dio el brazo militar de Napoleón, pero toda la Europa que entonces contaba participó en el reparto de sus despojos.

Tan periférica y agotada quedó la vieja España que ni siquiera participó en la I Guerra Mundial, que fue de hecho una guerra europea. Sí lo hizo en la II, aunque de una manera muy peculiar. España fue el primer campo de batalla de esta II gran guerra, y tuvo además la desgracia de que se le superpuso una guerra civil. Las heridas de las guerras civiles son profundas, se mantienen abiertas durante tres o cuatro generaciones. Los jóvenes españoles que tienen ahora veinte años serán la primera generación que se verá realmente libre de aquellos desastres.

La España de hoy es una realidad social y política a la vez europea y latinoamericana. Lo digo con la convicción que me da el haber conocido ambos mundos. Esta España va en busca de una profunda renovación, para lo que necesita tanto a Europa como a  Latinoamérica. 

Tiene tanto detrás, tanto sufrido y parido por ella, tanto peleado, engendrado, querido y amado, que a pesar de todos sus innumerables problemas puede considerarse afortunada.